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Violencia contra la mujer, cuerpos violentados, cuerpos cosificados

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Publicado el 19 de marzo de 2019

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Durante los conflictos armados y regímenes dictatoriales, la violencia contra la mujer se ejerció directamente en contra de sus cuerpos, convirtiéndolas en botines de guerra, un arma para humillar al enemigo, un castigo por su militancia política, una forma de enseñar a la mujer que su lugar se encuentra en los hogares y no en lo público, como en la política.

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Por María López, Londres 38

En contextos democráticos, los cuerpos femeninos siguen siendo cosificados por el Estado bajo la misma idea de subyugarlas por no cumplir con su rol dentro de la sociedad, por no satisfacer la cultura patriarcal o con la finalidad de atemorizarla e intimidarla por desafiar a la autoridad a través de la protesta social, asegurándose de que no volverá a cuestionar a quien tiene el mando.

La Relatora Especial de Naciones Unidas sobre violencia contra la mujer ha sostenido que, durante los conflictos armados este tipo de violencia se ejerce como un medio para humillar al adversario, aterrorizar a las poblaciones e "inducir a los civiles a huir de sus hogares y aldeas". En este sentido, los tribunales penales internacionales ad hoc para Ruanda y la ex Yugoslavia hicieron grandes avances en el reconocimiento de la violencia sexual como crimen de lesa humanidad o de genocidio, dependiendo del contexto. Así, en el caso Akayesu se determinó que las violaciones y agresiones sexuales cometidas en contra de las mujeres de la etnia Tutsi fueron ejercidas por los Hutus con la finalidad de exterminar a esa etnia, padeciendo mutilaciones de sus órganos reproductores por ser consideradas como las que permitirían continuar con dicha etnia.

El derecho internacional ha sostenido que durante los conflictos armados la violencia contra la mujer ha sido frecuentemente utilizada como una táctica de guerra con el objetivo de castigar, intimidar, coaccionar, humillar, obtener información o la confesión de la víctima, dominar y atemorizar. La Comisión Africana de Derechos Humanos, agregó que esta violencia puede tener como finalidad silenciar a las mujeres, evitar que expresen sus opiniones políticas y que ejerzan puestos públicos. Asimismo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ha reconocido que la violencia contra la mujer no sólo tiene por finalidad afectarla de manera directa sino que también la de causar un efecto en toda la sociedad, transmitiendo un mensaje disuasivo acerca de aquellas conductas que la autoridad busca reprimir.

En general, la violencia contra la mujer tanto en conflictos armados como en contextos democráticos, tiene por finalidad anular su personalidad y subyugarla dada su posición tradicional de subordinación y dominio patriarcal. De este modo, la violencia tiene directa relación con el control social de las mujeres para inhibirlas y desincentivar su participación en la esfera pública, en particular, en el ámbito político, constituyendo una especie de castigo por dedicarse a labores fuera de su hogar como parte de una visión estereotipada de los roles de género dentro de la sociedad.

En consecuencia, la violencia contra las mujeres constituye una táctica o estrategia de control, dominio, imposición de poder, e incluso, una forma más de represión de la protesta social. Así lo ha afirmado recientemente la Corte Intermericana en el caso de las mujeres víctimas de tortura sexual de Atenco (México), la cual concluyó que "los agentes policiales instrumentalizaron los cuerpos de las mujeres detenidas como herramientas para transmitir su mensaje de represión y desaprobación de los medios de protesta empleados por los manifestantes. Cosificaron a las mujeres para humillar, atemorizar e intimidar las voces de disidencia a su potestad de mando".

Durante la dictadura en Chile, la cosificación de los cuerpos de las mujeres se evidenció a través del relato que los sobrevivientes (o resistentes) revelado en las Comisiones de Verdad y, en particular, ante los tribunales de justicia. En efecto, la Comisión Valech I calificó a 3.399 víctimas mujeres, de las cuales 316 reconocieron haber sido víctimas de violación sexual, pese a que casi todas señalaron haber sido víctimas de violencia sexual. Dicha violencia fue ejercida como una especie de castigo, como una forma más de tortura para debilitar a la mujer militante, a la mujer política, a la mujer resistente, a la mujer que escapaba a los cánones socioculturales patriarcales.

Dicha violencia, aún presente en nuestros días, se refleja a través de un Estado que reprime a la mujer que milita y marcha por las calles, a la mujer que se desnuda para desafiar a la autoridad. En esos contextos, pareciera ser que, los principales enemigos y amenaza de los Estados, no son otros Estados, sino que los cuerpos de las mujeres que luchan.

*Esta columna de opinión fue publicada el 12 de marzo de 2019 en El Mostrador*

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