En el vacío urbano desolador del control social asociado a la crisis sanitaria, se esbozan huellas de lo que hemos vivido como sociedad durante los últimos años. Previo a esto, el espacio público constituía el desborde de esperanza de un proyecto político que no encontró otro escenario de canalización ante un contexto institucional deslegitimado desde su fundación. Lo nuestro, lo que somos, con lo que nos identificamos y compartimos y lo que queremos ser, está siendo remecido desde sus cimientos. Con la estatua del general Baquedano -en ese entonces- a punto de caer junto a todo lo que simboliza, el espacio público era escenario de nuevas propuestas de lo común: de lo que nos une y hacia dónde queremos ir. La vida misma era la que se estaba abriendo camino y, paradójicamente, la vida misma es ahora la que nos encierra. ¿Pero en qué quedaron esas imágenes de estallido, revuelta, despertar? Se encuentran latentes en espacios físicos llenos de cargas simbólicas del pasado, que tiemblan en el presente por un futuro distinto por construir.
Hace un año ya, en el Día del Patrimonio 2020, invitamos desde Londres 38, espacio de memorias, a realizar una reflexión respecto a las disputas simbólicas que se expresaban en este espacio público. Desde la noción de patrimonio, patria, patriarcado, hasta la visibilización de lo que se ha impuesto desde arriba, como los valores compartidos sobre los cuales se funda nuestra convivencia e identidad que hoy, más que nunca, se encuentran en crisis.
¿Pero qué ocurrió para que estas nociones se nos volvieran incómodas e incluso violentas? En la mitad de la crisis política de nuestro país, el pasado se nos vino encima. Toda nuestra historia, cruzada por nuestra convivencia institucionalizada se torna amenazante. Desde la Colonia, hasta el entramado cultural sobre el que se funda el Estado nación, atravesando la dictadura civil militar, se presentifican y cobran vigencia deudas de memoria que aparecen sobre lo que nos constituye, lo que queremos y lo que no queremos ser. Con el escenario público conmemorativo de fondo, ya vergonzoso e insultante, de estatuas y homenajes a glorias militares y patrias, se despliega la represión a las luchas por derechos, hasta ahora no conquistados, y la continuidad eterna de la violencia hacia el pueblo mapuche, los pueblos indígenas y afrodescendientes.
En ese escenario, enfrentamos también una crisis sanitaria que evidencia lo construido sobre la sangre y las matanzas del pueblo chileno: un sistema donde la economía descarnada del libre mercado amenaza la subsistencia de las personas y la naturaleza, y devela la ausencia total de derechos que protejan la vida.
Si profundizamos en esta crisis del dominio simbólico hegemónico, tenemos un elemento transversal cruzando la patrimonialidad oficial: la impunidad institucionalizada, expresada en la legitimación de la violencia de los vencedores y la omisión de los vencidos, la negación constante de la memoria de los pueblos indígenas, la doctrina de un enemigo interno que amenaza la institucionalidad y el desarrollo del país, y la normalización de la acción de las fuerzas armadas, que una y otra vez en la historia de Chile se han ido contra el pueblo. Todo ello forma parte de nuestra estructura histórica/política y cultural, y conforma el mayor cuerpo del "patrimonio protegido".
Nada de esta disputa simbólica se integra o considera en la nueva propuesta de Ley de Patrimonio del gobierno. Por el contrario, ésta profundiza en aquellos aspectos mayormente críticos, perpetuando la negación histórica de la naturaleza diversa y plurinacional de nuestro territorio; la desintegración de la naturaleza y cultura y profundiza en la relación impuesta, a puertas cerradas y desde arriba, para una ley que debiese ser el nuevo sustrato cultural que acompañe y acoja las profundas transformaciones que se han demandado masivamente en la calle.
Ante la crisis institucional y fundacional descrita, tampoco hay certezas respecto a que el nuevo proceso constitucional integre e incluya el fundamento cultural de esta disputa. Más allá de lo que el actual proceso constituyente permita, es nuestra responsabilidad no sólo esperar que así sea, sino también luchar por ello. Por eso, así como los movimientos sociales han venido desplazando los límites de lo posible y de lo imaginable en lo referido a la vida en común, así también es necesario seguir removiendo las fronteras de lo patrimonial, recuperando aquellas experiencias, expresiones y sujetos olvidados, negados u omitidos que hoy adquieren plena actualidad, en medio de un presente abierto a su propia transformación.