Por Gloria Elgueta*
La nueva Constitución introduce un amplio y reforzado conjunto de derechos. Entre ellos uno tan elemental pero aún inexistente en Chile como el consagrado en el artículo 22: el derecho de toda persona a no ser víctima de desaparición forzada y, en caso de sufrirla, a ser buscada. Deber que el Estado estará obligado a cumplir en base a una norma interna y expresa. Este punto marca una diferencia abismal entre el actual y el nuevo texto constitucional: mientras este prohíbe la desaparición forzada, la Constitución del 80 fue impuesta mediante su utilización sistemática.
El actual gobierno se ha comprometido a una "búsqueda incansable" de las personas detenidas desaparecidas. Estas declaraciones constituyen un avance, por lo menos a nivel discursivo manifiestan una voluntad política ausente en otras administraciones. No obstante, a casi 50 años de los hechos, surge la pregunta ¿cómo debería conducirse esa búsqueda para no seguir tropezando con los mismos obstáculos? La respuesta requiere una evaluación de lo realizado y de lo omitido, y el diseño de un plan con el involucramiento efectivo del conjunto del Estado y la participación de las organizaciones relacionadas.
En lo inmediato, es de esperar que los demás poderes del Estado, responsables también del escaso progreso alcanzado, expliciten un compromiso similar. Aprobando, por ejemplo, los proyectos de ley relacionados que permanecen estancados desde hace años en el Congreso, entre ellos, la tipificación del delito de desaparición forzada, la anulación del Decreto Ley de Amnistía de 1978, la ratificación de tratados internacionales relacionados, y la interpretación de dos artículos del Código Penal que permita excluir de beneficios carcelarios a condenados por violaciones a los derechos humanos. Y en el caso del Poder Judicial, priorizando las investigaciones que se arrastran desde hace décadas.
Una justicia que no se canse
Un plan de búsqueda va a requerir una mayor colaboración de los tribunales. Por ello es preocupante que casi diez años después del mea culpa realizado por la Corte Suprema, por su rol durante la dictadura, no se aprecien cambios sustantivos. Aún antes de cumplir con su misión la justicia ya parece haberse cansado. Su acción en los casos de personas detenidas desaparecidas no solo ha sido tardía sino también muy limitada: a la fecha, solo se han encontrado e identificado los restos de 143 víctimas de un total de 1109, y apenas el 23,2 por ciento de estas causas tiene una sentencia definitiva ejecutoriada. Considerando que la primera de estas condenas se produjo recién en el año 2003, a ese ritmo necesitaríamos más de 80 años para llevar a término la totalidad de los procesos aún pendientes en estos casos.
Sin mencionar que la inmensa mayoría de esos procesos ha finalizado sin haber determinado el destino final de las víctimas, con el sobreseimiento de los inculpados, o la condena de un reducido grupo de responsables a penas irrisorias, en relación a la gravedad de los delitos, que además han podido cumplir en libertad, o acceder rápidamente a beneficios carcelarios, contraviniendo así normas internacionales sobre la debida sanción y el carácter imprescriptible y no amnistiable de estos delitos.
Esta es la magnitud de la impunidad que, paradojalmente, es producto de la acción de los tribunales. Encargados de la administración de justicia, han terminado administrando la impunidad. Como parte del balance, parece necesario preguntar por los obstáculos y limitaciones que han contribuido a ese resultado. En primer lugar, está la ausencia de una estrategia global en las investigaciones. Al centrarse en casos individuales y aislados se ha ignorado el carácter sistemático del exterminio, la existencia de patrones de macrocriminalidad y la necesidad de desmontar los pactos corporativos de silencio y complicidad al interior de las fuerzas armadas y policiales. Así, aún hay jueces que siguen trabajando desde un enfoque investigativo propio del delito común en lugar de utilizar uno adecuado a crímenes masivos con objetivos políticos perpetrados por agentes estatales organizados en asociaciones ilícitas.
También es un obstáculo la escasa y desigual voluntad de investigar, conducta que, salvo por algunos jueces y juezas excepcionales, ha sido una constante propia de los contextos políticos de la posdictadura donde predominó la doctrina de la "medida de lo posible" en materia de verdad y justicia. Durante los últimos años, esa débil voluntad se ha manifestado en medidas que han enlentecido los procesos, entre ellas la redistribución en 2021 de investigaciones tramitadas desde hace años por ministros y ministras con dedicación exclusiva y su reemplazo, en algunos casos, por magistrados y magistradas con escaso conocimiento sobre estas causas, su complejidad y tramitación. Como era previsible, estos cambios no han producido avances significativos y, por el contrario, han enfrentado a los querellantes al cierre prematuro de sumarios y al rechazo, por parte de los y las ministras instructoras, de diligencias necesarias para las investigaciones.
Según la Cuenta anual 2022 de la Presidencia de la Corte Suprema, se encontraban en tramitación en distintas etapas procesales un total de 1.481 investigaciones por violaciones a los DD.HH. en dictadura, 51 recursos estaban pendientes en las Cortes de Apelaciones y, 149 en la Corte Suprema, varios de estos últimos a la espera desde hace tres o cuatro años, a pesar de haber comprometido su priorización por tratarse de causas que en su mayoría llevan décadas tramitándose.
En círculos judiciales también se señala como una limitación la insuficiencia de recursos y personal, cuestión recogida en la Cuenta anual 2021, a propósito de problemas en la implementación orgánica de la Oficina de Coordinación de Causas de DD.HH. Pero por su impacto transversal en las investigaciones, hoy es urgente también reforzar y ampliar la labor de los organismos auxiliares de la justicia dependientes del ejecutivo, como la Brigada Investigadora de DD.HH. de la PDI, encargada de las indagaciones y diligencias encomendadas por los tribunales, y el Servicio Médico Legal, responsable de la custodia e identificación de los restos humanos encontrados y por encontrar, existiendo hoy un conjunto de ellos correspondiente a un número indeterminado de posibles víctimas, aún por periciar.
El tiempo y la justicia por venir
El tiempo transcurrido desde la perpetración de los crímenes y el consiguiente fallecimiento de testigos -muchos de ellos y ellas sobrevivientes de torturas--, familiares de las víctimas y represores, ha ido imponiendo una verdadera impunidad biológica. Hay quienes apuestan a que este sea el cierre de un tema que resulta molesto, inoportuno y perturbador. Parecen no ver la actualidad de este y otros conflictos, incluso de aquellos cuyo origen es parte de un pasado aún más remoto, como el exterminio y el despojo de los pueblos indígenas en nuestro país. No se comprende que estos son pasados que no pasan, que persisten con porfía a través de varias generaciones para seguir siendo parte del presente.
Tras estos diagnósticos y cifras hay historias, vidas y familias, pero también una sociedad que sigue siendo afectada. Aunque no lo quiera ver. Aunque no siempre se comprenda que no es posible pensar un futuro común fundado sobre una pregunta que continúa sin respuesta-¿dónde están?- sobre vidas que no importan. Cuando se afectan los derechos de las personas hasta ese extremo y se perpetúa la impunidad, se pone en cuestión toda convivencia, hoy obstaculizada además por la existencia de sectores que han hecho del negacionismo un componente de su programa político, ya no solo orientado a ocultar o negar la existencia del terrorismo de Estado durante la dictadura y sus continuidades en democracia, sino también a su reivindicación en el presente.
Establecer la verdad y hacer justicia en este contexto implica entonces saldar una deuda respecto de crímenes que no cesan como la desaparición forzada, saldar una deuda con el pasado como se suele decir. Pero, sobre todo, asumir un compromiso con el futuro para que el derecho consagrado en el citado artículo 22 de la nueva Constitución sea una realidad, y ya no solo una promesa.